viernes, abril 23, 2004

La vida a las puertas de la muerte

El límite de la razón y la inconsciencia está delimitado por polvo, polvo dorado y sangriento. Porque hay llagas que nunca dejan de sangrar, y cristales diminutos que hacen esto posible. Mientras veo como la sangre se expande sobre la nieve virginal, mis manos arrullan un bulto contraído sobre el pecho, inmóvil. De mis labios salen notas monocordes, una canción sin ritmo, una cadencia sin voz. Y la mente, que vaga caprichosa entre la razón y la inconsciencia, me juega malas pasadas. No siento dolor, ya no; nunca más. Pues hay llagas que nunca dejan de sangrar.

Trabajosamente me doy la vuelta, como las plantas que saludan al sol. La frialdad de la escarcha me entumece la espalda y los miembros, aunque el brillo tenue y fresco del sol trata de iluminar mi torpe corazón. Corazón que confía en la oscuridad de un amor sombrío y que alberga esperanzas enmohecidas en el rincón de un tronco roído que antes fue mi alma. Las manos fuertes y masculinas que tanto he amado me han arrebatado de los cauces de la existencia. Te quiero y te odio, y aquí en el túmulo de un año perdido en la memoria recibí tus caricias que derramaron mi sangre, como un sacrificio al amor decadente. Mi dolor y mi deseo con amor y odio alimenté y mientras te jactabas de tu suficiencia te daba mi último adiós con uñas desgarradoras. Te quiero pero te odio, pues hay llagas que nunca dejan de sangrar.

En el cielo las nubes se han apartado un poco, y los brazos del sol han alzado mis cabellos a la sombras y al olvido. Acaso una ráfaga de viento empujó mis lágrimas exangües y lavaron mis mejillas sangrientas. Teñidas de rojo... como una chica adolescente víctima de un intenso rubor. Una niña, ruborizada, sobre la nieve roja; bajo un cielo dinámico, y una brisa primaveral que da frescor a sus últimos impulsos de vida. Allí estaba... la belleza, la magia, la vida en estado puro, algo que he buscado durante todo este tiempo. La vida se muestra a las puertas de la muerte, y por eso te quiero pero te odio, porque hay llagas que nunca dejan de sangrar.

Decidí... decido gastar el último hálito en arrastrar mi cuerpo desgarrado y amoratado hasta el cuerpo que reposa junto a mi. El pelo cae suavemente sobre sus quietas facciones, y sus labios morados esbozan quizá una sonrisa. Su cara, espolvoreada con polvo dorado y sangriento, está vuelta hacia mí. No resistió como yo. No debió haber tratado de matarme. Mis uñas le abrieron la garganta. Pero sigue tan guapo como siempre, y he decidido perdonarlo para siempre. El bulto que yo apretaba con tantas ansias entre mis manos quedó a la vista: un anillo de oro, precioso, brillante; el sol crepuscular en el alba de una nueva vida, que engarzo ahora en su dedo anular. Le abrazo, débilmente, y le beso. Y le empapo con mis lágrimas. Una dulce despedida. Una pareja de amantes, sangrantes por las heridas de la vida, abrazados sobre la nieve de un día de primavera en que la escarcha se derrite entre los cabellos... dejando rastros carmesíes sobre la blancura infinita del comienzo y del final. La vida muestra su belleza a las puertas de la muerte, y por eso te quiero y te odio, y una dulce despedida eclipsará el dolor de unas llagas que nunca dejaran de sangrar.


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